¿PUEDO VOLVER A MIRAR LO QUE VI CON LOS OJOS CERRADOS?
O
MARTÍN DESCORONADO
-NOVELA-
Dafne Mociulsky
A la literatura se le corrió el maquillaje,
y cada vez se le ve más la bombacha
RESCATE EMOTIVO
(introducción necesaria)
El último texto que estaba pariendo comenzaba de la siguiente manera: "Cada vez que tengo ganas de escribir, es muy difícil encontrar una lapicera". Estaba pensando en moldear un cuento; hace demasiado tiempo, para mi gusto, que me vengo dedicando a escribir poemas furtivos en la cocina y los voy tirando en una caja de cartón que… claro, a eso voy, sin apuro. El esbozo de cuento en el que intentaría evocar a la nada. Se me había ocurrido un tipo casi alto, flácido, no tan gordo, pero con panza de asado y alcoholes. Cabello enrulado y largo (siempre aprisionado en una deshilachada colita roja o verde) castaño con destellos rojizos, cara alargada, rictus hacia los pies, ¡hasta la ropa había sido contemplada!, remera gris metida dentro del jean sostenido por un cinturón de cuero antiguo y negro, seguramente de su difunto padre, y pienso en una reunión entre hermanos, repartiéndose pantalones, camisas, fotografías y discos de vinilo. A él, que todavía no sé cómo se llama, le quedó ese cinturón, que usa prácticamente todos los días de su vida.
Le quería endosar a este personaje dos cosas que me pasan a mí, una es que, efectivamente, es muy difícil encontrar una lapicera en casa, porque mi hijo, que dibuja, escribe y canta, me las pide amablemente y se las doy, pero después no sólo no me las devuelve, sino que las extravía. Lo mismo me hace con las hojas: cuando finalmente encuentro una lapicera, veo que todas las hojas están dibujadas. La otra es que soy yo quien tiene que convivir con seis gatos, de los cuales cuatro son para regalar. De alguna manera tengo que canalizar mis ganas de matarlos, sobre todo cuando pinta el juego del "frío, frío, ¡tibio, caliente, caliente!", buscando el obsequio indeseado y abandonado en rincones insólitos. También hay dos peces que mi hijo, simplemente, dejó de cuidar desde que se entretiene con los gatos, en fin, resulta que me tengo que encargar de estos peces insulsos que no me despiertan cariño alguno, pero tampoco los voy a tirar al inodoro, ¿no?
En la vida del personaje serían detalles menores, quizás alguna alusión catártica. Este personaje iba a ser reparador de electrodomésticos, aunque en la intimidad de su hogar era mucho más que eso. Por cada frustración, estafa (porque había sido estafado o excluido por un tal Mariano, con el cual tendría una amistad con vaivenes, tensiones, desconfianzas y distanciamientos que germinaban rencores) o decepción, reparaba cualquier desperfecto en la casa o construiría algún mueble, tal vez. Y la madre era diabética, entonces, cuando se entregaba a los excesos del azúcar y los farináceos, se internaba durante un tiempo indefinido en la casa de su hijo porque él nunca tenía nada para comer y, por lo tanto, el nivel de azúcar en la sangre descendía obligatoriamente.
Supongo que hubieran surgido muchos más personajes si el cuento no se hubiera visto accidentado por algo que pasó y que todavía no tengo ganas de relatar. El concepto, la idea, el hilo conductor, sería no contar nada, un cuento que no cuenta, una acción que no se mueve. Tenía unas vagas pautas dando vueltas en mis soliloquios – radio mental que te ataca en los tiempos muertos, haciendo fila, en el colectivo, en el baño – ahora me cuesta acordarme. Sé que la madre se preocupaba tanto por él que éste le ocultaba sus desgracias y una discusión que había tenido con Mariano recientemente, más o menos desde esa situación arrancaría el cuento.
Me cuesta ponerme a elaborar una historia en medio de tanto caos. La extrañaba mucho a Dunia, mi gata. Hacía más de un año que no vivíamos juntas. Sin embargo ya no es lo mismo, ahora tiene cinco hijos, de los cuales sólo pude regalar uno y medio, digo medio ya que Oji, uno de los más lindos, me lo trajo de vuelta Marylin por unos días más, porque el muy boludo llora, cargosea y tiene mala onda con Benito, el perro, que también es cargoso y siempre está alzado pero sólo pretendía olfatear a Oji y el muy cabrón quería arañarle los ojos.
Tiene cierto encanto esto de escribir incómoda, pero cuando vuelva a tener una computadora voy a escribir hasta llegar a sentir orgasmos literarios.
Ariel, ese nombre le hubiera quedado bien al tipo, que le sudaba mucho la nariz y tenía una mirada perdida y alerta al mismo tiempo. Hablaba medio como entre dientes, una voz con atómicas astillas de huesos que le hacen un sonido de fritura como fondo a las palabras. Su personalidad sería el resultado de una mezcla de nervios y timidez, uno de esos tipos que les decís algo y reaccionan con un -¡qué!- como si los hubieras despertado mientras miraban la tele. Y a él le dirían muchas veces esa palabra entre signos de pregunta, es sabido que a Ariel no se le entiende un carajo cuando habla.
Si el cuento no hubiera "muerto" en ese accidente, hubiera tenido anécdotas, como por ejemplo una complicada declaración amorosa. Ella sería una chica del barrio, de la cual gusta desde tiempos inmemoriales. Una chica delgada y petisa, pero no exenta de pechos y cola considerables. Una morocha – tez trigueña, ojos almendrados - teñida de un rubio amarillo y con dos centímetros de raíces negras siempre a la vista. Muy bonita de cara. Lo que no sé es si ella le daría bola, me imagino que un poco sí, ella tendría unos veinticinco años, madre de dos hijos de dudosos padres, viviendo en una especie de sub – casa en el fondo de la casa de sus padres. Trabajaría por las noches en la remisería de la esquina – y no sé a cuál de los dos le pertenece esta esquina – entonces ella andaría con ganas de sentar cabeza, no con Ariel, o quizás sí. Ahora me vino un pantallazo visual diciéndome que a la madre de Ariel no le gusta Brenda - ¡también, con ese nombre! – y a los hermanos tampoco. Ella tendría mala fama en el barrio, que podría ser Martín Coronado, ¿por qué no?, más cerca de Villa Bosch que de Palomar-Ciudad Jardín, ¡es más!, ella viviría detrás de la calle que divide ambos barrios, y la calle de Ariel la última de Martín Coronado.
Me parece re coherente creer que Brenda se haría la gata entre sus compañeros de trabajo, conciente de los efectos de sus jeans ajustados y sus blusas entalladas con largos escotes. No se pintarrajeaba porque cada vez que lo hacía alguno en la calle se confundía y le ofrecía dinero a cambio de sexo, ante lo cual reaccionaba como una verdadera barra brava - ¡Soy una madre igual que la tuya, hijo de puta! – nunca se daba cuenta de lo paradójico del enunciado. Brenda sería una mujer muy irritable, con el cinto a mano por si alguno de sus hijos la distraía de la contemplación de sus telenovelas. La madre de Ariel también era adepta a las mismas, y qué pena que Brenda le cayera mal, porque si todo hubiera cerrado como Ariel quería, ellas compartirían el mate y los bizcochos de grasa mirando las mismas boludeces, pero claro, en ese cuento la onda era que no pasara nada, y por eso no pasó.
Ese cuento tenía, o tiene, un karma individual.
Brenda tiene un amor imposible, bueno, dos. Uno es el padre de su primer hijo, concebido a los quince años de edad. Estaba emocionada, primer verano que la dejaban ir con la familia de su amiga que tenía una casa en San Clemente. En una calurosa tarde de playa lo conoció, un artesano que andaba con su parche lleno de anillos y aros de aquí para allá. Conversaron un rato, se gustaron y quedaron en verse. Esa misma noche, mientras toda la familia dormía, ella se escapó para "aparecer casualmente" en donde él le había dicho que tiraba el paño. El se sonrió al verla y la invitó a quedarse con él.
Y Ariel, más o menos en aquella misma época, estuvo a punto de casarse con una gorda que lo volvía loco. Claudia, se llamaba, si mal no recuerdo. Habían estado noviando sin pena ni gloria durante un frío año, entonces ella consideró que era el momento de formalizar y, ante las ininteligibles negativas sin explicación de Ariel, a ella se le fue agriando el carácter. Le abría una causa por cualquier nimiedad y se aprovechaba de que su suegra la adoraba. Cuando sentía que perdía en una discusión, la llamaba a la diabética sin nombre para que interviniera en su favor telefónicamente. Hasta que un día, como era de esperarse, a Ariel le llegaron los huevos hasta el piso y la dejó sin remordimientos.
Claudia intentó recuperarlo de mil maneras imposibles, con todo el apoyo de la suegra diabética y los cuñados inclusive, pero no hubo caso. Si bien Ariel era tímido, también era determinado y terminante en sus muy pocas decisiones fuertes.
En su fuero interno se permitía la desdicha de haberse enamorado de la chica linda del barrio, aunque fuere a la vez vista como la más puta. A él no le molestaban los rumores; cuando se imaginaba a sí mismo junto a Brenda, pensaba en todas las piñas que repartiría a quien hablara mal de ella.
En una parte no muy lejana a la discusión con Mariano desde la cual arranca el cuento fallido, él había estado tratando de acercarse a ella: se había enterado de que se le echó a perder el burlete de la heladera. Así fue que él se "apareció casualmente" ante Brenda en la remisería del mismo modo en que ella, diez años atrás, se apareció ante Manuel, "Manu", el artesano de San Clemente que era santafesino, con el cual hizo muchas cosas por primera vez, como fumar porro, beber hasta emborracharse y hacer el amor. Cuando se despertó, se percató del quibombo en el que se había metido, la estarían buscando por todas partes y ella buscaba su bombacha entre los pliegues de la bolsa de dormir, que estaba abierta como una flor manchada con mugre. Y Manu partía esa misma tarde hacia Mar del Plata a reunirse con unos primos y amigos. Ella, un poco aturdida, decidió irse con él que, también menor de edad, aceptó su compañía naturalmente.
Ariel le ofreció sus servicios de reparador "de onda", y se sintió tan grotesco, tan obvio, tan poco seductor, sin embargo ella accedió agradecida, puesto que si algo se le rompía, roto quedaba. Después del tema del burlete comenzó a frecuentarla más a menudo, invariablemente para repararle algo. Nunca supo sacarle charla o hacerla reír, de todos modos lo invadía una inmensa felicidad por estar cerca y sorber esos mates dulces que ella le cebaba mientras trabajaba.
Yo me había propuesto no contar nada, pero esas guías son perfectamente vulnerables y volubles, porque hay veces, si no son casi todas, en que la historia se va haciendo a sí misma, que los personajes viven más que uno y te usan como instrumento para ir a plasmarse abrazando las hojas blancas y lo hacen a través de palabras que buscan su hábitat como insectos perdidos. De alguna manera me mentí o me equivoqué, porque para no contar nada hay que construir la misma cantidad de elementos como para contar algo. A los personajes, al menos a éstos, les da lo mismo que sus conflictos se resuelvan o no. Ellos, ahora lo veo, se conformarían con un "rescate emotivo". Qué lástima que no pude hacer nada al respecto. En vez de estar acá, lamentándome por lo que no pude escribir, debería estar limpiando mi casa, o poniéndome en campaña intensiva para regalar los gatitos - ¿querés uno? – y pedirle un turno a Dunia para castrarla, ¡está alzada otra vez! Quizás por eso vengo a refugiarme en este cuadernito Gloria en la cocina y divago. Tal vez me fui convirtiendo en escritora para no hacer nada más, pero esto no pasa, es decir, no es así. Todo lo que transcurre me potencia, me detona, me inspira lo que la gente dice, lo que se vende, lo que se compra, lo que tiene pelusas, lo que tiene pinches, los colectivos, los subtes, las bicicletas, los envoltorios de golosinas en las zanjas, los tristes sapos reventados, los niños, las moras de mi barrio que me dejan las uñas manchadas, los supermercados, las orejas de las cajeras, los vasos de vino cuando están solos en una mesa, las verdulerías, los fileteados de los camiones y 100%100 TO LUCHA.
Y me inspira Brenda, sobre todo, que fue haciéndose más fuerte que Ariel. Cuando Brenda, con lo puesto, sin un mango y quince años de absoluta inexperiencia subió al micro junto a Manu, supo que se arrepentiría más luego. No sabía muy bien qué quería, no obstante, entre la neblina de su confusión podía distinguir el deseo de "ser grande" y poder tomar un micro como ese con un muchacho como ese.
Durante una semana convivieron dentro de una carpa en un camping, hasta que ella no aguantó más y llamó a sus padres, que le prometieron que no la cagarían a trompadas y que la extrañaban mucho. En cuanto a Manu, sólo le quedó un número de teléfono con la característica de la ciudad de Santa Fe, donde él no pudo asegurarle en qué fecha llegaría, porque el plan de ese verano era llegar a Ushuaia. Entonces le pagó el pasaje de vuelta y se despidieron apasionadamente.
El retorno de Brenda fue terrible, la cagaron a trompadas y le prohibieron todo tipo de salidas. Pero eso no fue nada, cuando Brenda, previo atraso mediante, se realizó un test de embarazo y le dio positivo, comenzó a llamar frenéticamente a Manu, con la esperanza de que él se hiciera cargo y la llevara con él a dar vueltas por el mundo con bebé incluido. Sin embargo nunca nadie atendía el teléfono en esa casa. Pasó un mes entero y mientras tanto nadie sabía nada, excepto unas pocas amigas de confianza. El día que alguien contestó una llamada, supo que Manu todavía estaba viajando y aún no se sabía cuándo volvería. El correo electrónico no se había masificado por aquel entonces y ella, apaciblemente desesperada, tuvo que esperar un poco más. Pasó otro mes entero y Manu mismo contestó una llamada un lunes por la tarde, y fue sólo para decirle que, finalmente, se había reconciliado con su ex novia, con un tono natural y hasta un poco risueño. La sorpresa fue tan maldita que no pudo decirle nada. Toda su familia se enteró que estaba embarazada viéndola, el volumen de su vientre no dejaba duda alguna. Por eso cada vez que Brenda ve una feria artesanal llora y espera encontrarlo, como apareciéndose de casualidad. Es que nunca dejó de extrañarlo. Volvió a llamarlo mil veces pero nunca más dio con él y con el tiempo dejó de insistir, sin olvidar.
Y Ariel se dio por vencido, digamos, cuando fue a taparle unos agujeros en la pared con enduído y apareció Franco, eximio drogón del barrio, y la saludó con un beso en la boca. Le dolió, ¡justo con el más merquero!, pensaba y dedujo que podía ser cierto lo que se rumoreaba: que él era el padre de la nena, pero estaba casado y las cosas se mantenían en un equilibrio a punto de colapsar, aunque faltaba para eso, las ollas no se destaparían ni hoy, ni mañana, ni la semana que viene – como decía mi personaje Ezequiel Marchini, de mi novela "Animalitos de porcelana", que fue una novela nacida de la nada, sin ninguna idea concreta y cada vez que la releo me da bronca que esté tan relativamente buena, bah, es decir, no haber podido escribir una novela mejor que esa – y para colmo Franco y Mariano son hermanos. Cuando Franco vio al boludo de Ariel laburando así, sonrió sarcásticamente, lo saludó y le invitó un queto, bien delante de ella para que supiera que ese tipo tomaba tanta o más merca que él, sin importarle que Brenda pudiera ofenderse, porque la verdad es que ella le importaba muy poco fuera de la cama.
Y Ariel no volvió a acercarse a ella, más allá de cruzársela todos los días e intercambiar un estúpido saludo vecinal sin beso ni detenerse a conversar.
Me siento mal, miro en retrospectiva y creo que algo se podría haber hecho con todo esto y vuelvo a la caja de cartón en la que iba tirando los poemas furtivos de la cocina. Salí un fin de semana y la caja quedó ahí, en mi pieza, en el piso. No sé qué habrán interpretado los gatitos – porque Dunia no hace esas cosas, tuvieron que ser sus hijos – el punto es que cuando llegué con ganas de seguir escribiendo, encontré sobre las pocas páginas manuscritas del inicio del cuento en la caja, una cruz de mierda, sí, eso mismo: un sorete sobre otro en forma de cruz, y no tuve las fuerzas de reescribirlo. Qué lástima, terminó en la basura embadurnado de mierda. Cuántas historias se pierden detrás de las bambalinas, como abortos de arte.