martes, 22 de junio de 2010

Y dale, otro cuento más.

Pelela
(un sueño que soñé hace 17 años)

Le decían Pelela y no le molestaba que lo llamaran así: el apodo le había quedado adherido desde el jardín de infantes por su corte de pelo y no hizo ningún esfuerzo por despegárselo.
Su padre había muerto, su madre era vidente y trabajaba haciendo lectura de manos y tirando las cartas del Tarot; su hermana tenía algo raro en la cara: un cachete más grande que otro y, a sus dieciocho años, seguía cursando el primer año de la secundaria, detalle importantísimo ya que Lorena se encargaba, por decisión unánime, de comprar el escabio para todo el curso cuando la situación lo ameritaba.
Pelela tenía quince años, aparentaba más edad debido a su altura. Pelela era lindo, se parecía a Blancanieves y tenía buena onda. No tenía novia y, seguramente, en el colegio habría más de una enamorada solapada que lo tendría en cuenta para tal fin.
Las amistades que se daban en ese colegio estatal, poco tenían que ver con las clases sociales, sino más bien estaban condicionadas por a quiénes los dejaban salir sus padres los fines de semana, quiénes gustaban de emborracharse, quiénes asumían estar en edad de merecer, o cuáles fumaban porro y/o tenían línea para conseguirlo.
Pelela, que se llevaba bien con casi todos, pertenecía más a la joda que al estudio, si bien no era tan vago como su hermana.
¿Qué será de la vida de Pelela ahora? ¿Tendrá auto, hijos, mujer? ¿Habrá seguido una carrera y la habrá terminado? ¿Pasará hambre? No me lo imagino preso, ni muerto ni enfermo. No se lo merece.
No recuerdo cómo se llamaba Pelela, pero no importa.
Pelela no era mujeriego, no aún. Igualmente, digamos que tenía cierto suceso. Le costaba encarar, por suerte no le hacía falta: sabía reconocer el momento del beso.
La primera vez que encaró fue en aquél año al que nos estamos refiriendo: 1993. Fue en esa plaza sita entre Callao, Paraguay, Rodríguez Peña y Marcelo T. de Alvear. Se dice que aproximadamente unos diez años atrás (1983 quizás) en esa misma plaza amaneció Luca Prodan, después del primer Obras de Sumo, comiendo un sándwich de mortadela.
Pelela, sin ser cheto, vivía en Recoleta y esa plaza formaba parte de su camino al colegio. Un mediodía parcialmente nublado y semi-primaveral, pasaba con paso presto por allí, estaba llegando tarde y una chica muy bonita llamó su atención, no tanto por lo linda, sino porque estaba escribiendo con fruición en un cuaderno y, a juzgar por su expresión, seguro que era poesía, dedujo Pelela.
En la casa de Pelela abundaban los libros de poesía; él no les daba mucha importancia pero como su madre los olvidaba sobre el bidet, cuando llegaba su turno de excretar leía un poco. Se rió para sus adentros pensando en su relación de la poesía con la caca, mientras sus piernas lo iban llevando hacia la apasionada escribiente.
Se detuvo cerca, muy cerca de ella, sin saber muy bien qué hacer, porque le pareció que no daba para pegar la media vuelta y desaparecer de su vida sin haber aparecido. Ella ni había notado su presencia, tal era la pasión del supuesto poema que estaba tatuándole al cuaderno.
Algunos hombres, por lo general, suelen ser poco observadores respecto a ciertas cosas de las mujeres. Este no era el caso de Pelela, que en una mirada más cercana supo con certeza que la apasionada escribiente estaba teñida de colorada y que sus ojos profundamente azules eran lentes de contacto. Lo sabía de tanto convivir con su madre y su hermana. De repente se dio cuenta que hacía más de dos minutos que estaba parado frente a ella, esto no podía seguir así, además, sin querer, la estaba privando de la luz del sol -¿Escribís poesía?- dijo sin pensar, sin sentir, como si lo hubiera dicho otro –Si me das un minuto, te lo leo… mientras tanto, ¿podrías correrte un poco?, me estás tapando el sol- Pelela, compungido y boludo, se sentó junto a ella y, como su mente le molestaba tanto como sus manos, sacó de su mochila una hoja de carpeta y se puso a dibujar un algo. Era obvio, a esta altura de las circunstancias, que no iría al colegio. No estaba nervioso porque estaba dibujando, hasta que ella habló: -¿Querés que te lo lea?
-¡Dale!
-Bueno… ahí va: “El día del amor puede ser cualquier día/ y es muy probable/ que estés sin depilarte, o indispuesta/ deprimida, o que vengas sobreviviendo a duras penas/ a tres noches de insomnio./ O que no te des cuenta/ y lo dejes pasar…/ Pero si esto último pasa, es decir:/ si no pasa lo que tiene que pasar,/es cuando se dan esas maldiciones/ que no se sabe de dónde vienen…” y no sé, no se me ocurre cómo seguir, si es que puede o debe seguir. ¿Te gusta la poesía? – Pelela se sintió tentado, porque le hubiera gustado contestar “Sí, cuando cago” pero a cambio de eso asintió con la cabeza y le mostró su dibujo -¡Ay, qué lindo!, ojalá yo supiera dibujar, así no seguiría insistiendo con la poesía. Ni siquiera sé para qué te lo leí, ¡si es una mierda!
-A mí me pareció divertido.
-Bueno, ¡gracias!, ¿cómo es tu nombre?
(¡Ufa!, no recuerdo cómo se llamaba Pelela, llamémoslo “Pablo”)
-Pablo, ¿vos?
-Nerina.
-¿Nerina?, mirá qué lindo nombre, nunca lo había escuchado. ¿Sos de por acá?
-Más o menos, me mudé hace poco. Pablo, ¡un gustazo!, tengo que irme.
-¡Pará!, no lo tomes a mal, pero, ¿te puedo acompañar?, me ratié del colegio por tu poema, y por vos, claro…
Nerina se encogió de hombros y se echó a andar, Pelela se fue junto a ella. Poco le importó ser pesado o importuno, le gustaba esa chica, le gustaba todo de ella excepto su cuello, que era muy grueso en relación al resto de su constitución física. Ella tendría unos dieciocho años y, justo cuando Pelela estaba pensando en qué edad le diría que tendría, ella reanudó la charla
-Che, mirá que son como veinte cuadras, ¿me pensás acompañar?
-Y dale.
-Está bien, no me molesta- aseguró y comenzó a reírse
-¿De qué te reís?
-Y… de que por suerte no sos un pajero que me quiere transar y esas cosas raras.
A medida que esas risas aumentaban, crecía el enojo de Pelela y la inseguridad también, ¿era el momento del beso?
-¡Che!, ¿te enojaste?
-Fue un gusto conocerte, me voy.
¡¡Este es el momento!!, no del beso, sino ese puto momento en el que uno pudo haber desistido, ese que se recuerda después de la ruptura y el dolor, con remordimiento e ira. O, en caso de éxito de la pareja, algo que se recuerda de manera compartida como una suerte de milagro. Es el mismo hilo el que cose al amor y el desamor. Perdón, necesitaba decir eso. Sigo:
--¡Pará, loco!, no te vayas…
-Entonces te acompaño, todo bien, pero si me das un beso- ¡Ay, Pelela!, si en ese instante hubiera acudido a vos un enviado del futuro te hubiera dicho “¡No, Pelela, no te enrosques ahí!” O “Mirá que te va a doler, fijáte.”
Pero claro, nadie te salva de vos mismo, ni a vos ni a nadie.
Tengamos en cuenta que en esta época no existía el facebook ni el Messenger y que los celulares estaban hechos de ladrillo y no cualquiera poseía uno y, además, dar el número de teléfono era medio complicado si aún vivías con tus padres, así que no se pudo dejar para después y tuvieron que besarse.
La acompañó hasta su casa. Iban tomados de la mano, conociéndose: él era de Leo, ella de Aries. A él le gustaban los Redondos, a ella también. Ambos eran hinchas de River y no sabían cocinar. A mitad de camino, compartieron una pequeña tuca.
Pelela no era virgen, había dejado de serlo en ese mismo año en un puterío y después lo hizo dos veces más con una amiga. Esa era toda su experiencia y todavía no se había enamorado.
Cuando llegaron a la casa de Nerina, que era una pensión ubicada en una de esas calles internas y arboladas de Palermo, ella se puso esquiva -¿No me das tu teléfono, así nos vemos otro día?
-Yo no puedo, dame el tuyo- y, en la misma hoja del dibujo, Pelela le anotó su número con tristeza, dudaba que ella lo llamaría al día siguiente, pero así fue y se encontraron a la salida del colegio. Nerina podría haber sido una adquisición para fanfarronear de no haber sido por ese cuello equino y la evidente artificialidad de su pelo y sus ojos. Tenía buen gusto para vestirse y perfumarse. Pelela también estaba producido y ruborizado. Partieron juntos, siendo vistos por toda la concurrencia del colegio.
Nerina tenía poco tiempo para estar con él porque ella asistía a la escuela nocturna. Blanquearon el tema de la edad en esa primera cita: Nerina: 22 – Pablo: 15.
-No me importa, me gustás igual, pendejo- le dijo ella, besándole la cara aún colorada.
Así transcurrieron unas semanas, hasta que la calentura no daba para más y el tema del sexo se asomaba por todos los rincones de sus citas. El estaba contento, especulaba que con los siete años que ella le llevaba sería una amante maravillosa.
Además de caliente, Pelela estaba perfectamente enamorado.
Pero antes del acto sexual pasaron otras cosas. Pelela llevó a Nerina a su casa, a cenar junto a su madre y hermana. Fue una velada de lo más tensa y antipática. No aprobaron a Nerina y tampoco le quisieron decir por qué -¿No te das cuenta?- le preguntaba su madre al día siguiente y él no la entendía o ni la quería entender.
Sus compañeros de curso eran tan ingenuos como él y la mayoría no se daba cuenta. Algunos sí, pero no le dijeron nada.
Y Pelela no daba más, después de un mes entero se puso más insistente, intimidante, intransigente en su decisión y ella comprendió que no era posible postergarlo más.
Nerina vivía sola en su habitación y, con muchos escrúpulos (no quería que nadie los viera juntos) lo llevó hasta donde reposaba su existencia.
La pieza de Nerina era pequeñísima, aunque plagada de comodidades. En la heladera estaba pegado con cinta scotch un mapa de la Provincia de Salta –Neri, ¿por qué pegaste este mapa en la heladera?
-Porque soy de Salta Capital, perdí el acento porque hace mucho que me vine a vivir a Buenos Aires.
-Claro… hablamos de un montón de cosas pero no mucho de tu familia.
-Dejá, que con estos miles de kilómetros de distancia nos llevamos bárbaro.
Nerina activó su gigante y aparatoso equipo de música, obviamente con Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y, con mucha pericia, armó un elegante porro.
Después de fumar, Pelela se tornó muy cachondo y atrevido; Nerina se dejaba desnudar tranquila, incluso mantuvo la calma cuando llegó el momento de bajarse la bombacha y dejarse descubrir el pene, ante el asombro de Pelela –Pablo, ¿qué te pasa? ¿No te habías dado cuenta que soy un hombre? ¡Que no es obvio! ¿Me estás cargando?
-No, no era obvio para mí… ¡y el poema que me leíste el día que te conocí es tan femenino!
-Y bueno, loco, yo siento como mujer, ¿qué querés que haga?
Pelela estaba shokeado, no sabía qué decirle. Su discusión consigo mismo habrá durado menos de dos segundos.
-Mirá, Pablo, tenés dos opciones: te podés ir por esa puerta y no nos vemos más. Me olvido de todo y no se lo cuento a nadie. Yo soy una persona discreta y no me voy a aparecer de sorpresa a la salida de tu colegio para mendigarte un poco de amor.
O podés quedarte. Si te quedás, yo te voy a hacer el amor como sólo yo sé hacerlo en todo el mundo, ¡en serio!. Yo sé algo del cuerpo que nadie sabe, de verdad, nadie más que yo.
Entonces Pelela, que de todos modos ya había decidido quedarse, terminó de sacarse la ropa con la cariñosa ayuda de Nerina.
Lo único que ocupaba la mente de Pelela ahora era la letra del tema de los Redondos que estaban escuchando (Toxi-Taxi, ponéle). Sentíase dividido de su cuerpo y Nerina le chupaba la pija y él canturreaba despacio. Cada tanto Nerina se quitaba el pene de la boca y le presionaba la uretra con el dedo índice –Pelela cantaba- Nerina le escupió con buena puntería en el centro de la uretra y, sin preguntar nada, sin morarlo a los ojos siquiera, le insertó el dedo meñique en la uretra –Pelela cantó más fuerte- como no hubo quejas, retiró el dedo meñique y le insertó el índice –Pelela cerraba los ojos y contenía la respiración, con el pene erecto- y como había terminado la canción y empezó otra y las únicas palabras que rebotaban en el aire de la pieza eran las del indio Solari desde el equipo de música, Nerina, que también tenía el pene erecto y durísimo, puesto que, sin ninguna intervención de Pelela se estuvo masturbando, se posó sobre Pelela, le tomó el pene y, mirándolo a los ojos con mucho amor, le insertó el pene dentro del pene a través de la uretra previamente dilatada. Y Pelela dejó de cantar y se dedicó a sentir. Le resultó increíble que aquello no le doliera tanto como hubiera debido. Más que placer sintió amor, mucho amor, de la misma composición energética que Nerina. Recién entonces Pelela le acarició la cara y le dijo cosas lindas mientras imaginaba un futuro junto a ella. Le importó un carajo su madre, la sociedad y la humanidad entera. Nerina retiró su pene del pene de su amado y le hizo beber su semen, tan lleno de amor como toda ella.
En algún lugar de mi imaginación, Pelela todavía llora ese desencuentro, porque esa fue la última vez que se vieron. Ese amor, puede realizarse una sola vez en la vida. Nerina ya lo sabía, Pelela, no.

Dafne Mociulsky

jueves, 10 de junio de 2010

Un cuento que tiene 7 u 8 años de antigüedad

Acabo de corregirlo por milésima vez. Formó parte de mi segundo libro de cuentos "Trilogía", editado en el 2005, mi primer libro artesanal, tapa de cartón forrado en tela, encolado con engrudo y cocido a mano, eran lindos, pero en formato tabloide, súper incómodos, supongo que de los 300 que hice, ninguno o casi ninguno, entra parado en una biblioteca. En fin, si a alguien le importa, me gustaría recibir un comentario (tengo muchas dudas con mis cuerntos viejos) Ahí les va:

MI VIEJA NO LO ENTENDERÍA

Inhalarle las lágrimas. Eso fue lo que hice.
Le profesaba una especie de fanatismo. Inhalando lágrimas se pueden descubrir cosas muy interesantes. Pero no es nada del otro mundo, supongo que el bioquímico que pasa todo el día indagando en los deshechos humanos podría afirmar lo mismo.
Quiero decir que, en realidad, cometí algo parecido a un error. Cuando llego a esta conclusión, me confundo, puesto que me siento demasiado inocente para considerar semejante cosa, y no sé si acabo diciendo “error” por mera formalidad (apariencia de salud mental, digamos).
Cada uno, en el fondo, se entiende y se justifica, o quizás no, mas al menos se llega a una especie de acuerdo íntimo, una razón que hace que todo cierre como un círculo, una razón que no necesita la aprobación de nadie. Claro que uno necesita, invariablemente, amor, y eso hace que uno se traicione sin cesar... ¿y si la traición es el aislamiento en el que uno encuentra todas esas respuestas satisfactorias?, bueh, es todo tan relativo y particular que nada es nada, y lo digo con severas dudas.
Hay que ponerse de acuerdo y manifestar algo, ¿no?, sino, ¿para qué expresarse?. Hay algo que pugna por salir. Es una historia vulgar: una mujer y un hombre que nunca supieron si en verdad se amaron alguna vez. Pasaron seis años juntos, no consecutivos, no juntos, qué se yo. Esto me pasó a mí, así que mejor suprimo a la tercera persona. Debo hacerme cargo de todo lo que pasó.
Yo no soportaba que llorase, realmente odiaba aquel sonido chillón pero... siempre hay peros.
Inhalar lágrimas era sólo un pensamiento inasible, una utopía, la consumación total de la entrega de todo lo que siento. Era una idea vaga y vaporosa que se debatía en sueños de viajero despierto. Cuando pensaba en mí entrando por la puerta de mi vida, pateando mi propio tablero, se me venía al choque la imagen de ese inexplicable acto y se me llenaban los ojos de lágrimas, paradójicamente. Luego me sonreía para mis adentros. Me regocijaba la cursilería, la exageración. La idea me causó gracia, pero una gracia metafísica, hasta que me decidí a hacerlo: aún recuerdo la expresión de su rostro, sus ojos negros tan abiertos, el ceño fruncido, la boca nerviosa - ¿Qué hacés? me preguntó, sorprendido o asustado. Yo también me asusté, me contraje y un mutismo exasperante se apoderó de todos mis reflejos – Está bien, si para vos significa algo, no me molesta. Me parece raro, pero hacé, dale – y me entregué al consumo desenfrenado de esa droga. El lloraba. ¿Por qué lloraba tanto?, ¿acaso le dolía algo?, nunca lo supe con exactitud. Me acostumbré. Al principio se me helaba la piel, lloraba yo también, ponía a toda mi imaginación al servicio de lo que pudiera servirle de consuelo. Pero él lloraba a sus anchas, se expandía, se transformaba incansablemente en una lluvia proveniente del cerebro, no del corazón, y de eso estoy más o menos segura. El prozac no le servía para nada.
A veces pienso que tendría que haberlo llevado de paseo más seguido. Ahora es tarde para todo. Además, mi fanatismo decayó bastante. Es mejor que la estrella muera antes de extinguirse. Su fulgor duró poco, cuando hablo de aquella etapa en la que fue un Dios, me refiero a esos primeros meses que se imprimieron en mi memoria emocional (esa que no permite zafar). De no haber sido por esos meses, ¿qué sería yo ahora, en este momento?. Inútil pensar en ello.
No le fui enteramente fiel. Tampoco lo fue él conmigo. Menos mal, porque así descubrí mi verdadera naturaleza.
Soy, aparentemente, una buena persona. Tengo un efecto muy especial en la gente. Simplemente me gusta escuchar y dar consejos... ¿eso me convierte en una buena persona?. Yo no lo creo.
La desesperación había sido el motor de un montón de cosas. Me aferraba a una rama raquítica y caía; volvía a levantarme para tomarme de la misma rama. Quería creer. Podrán decir que estoy loca, pero juro que las lágrimas pegan, poseen una especie de alcaloide. Y pegan de determinada manera según la persona. El, obviamente, era mi mambo favorito. No sé si lo amaba.
En un principio me negó el amor, me negó su casa, su compañía; sin embargo aparecía tardíamente cuando yo me daba por vencida. De alguna manera me seguía sujetando. Podría decir que me salí con la mía: seis años juntos, aunque él de trofeo no tenía nada. Ángel era gordo, alto, peludo, rubio, blanco como teta de monja; tenía una cicatriz en la mejilla derecha, una quemadura. Antes de hablar de su olor, tengo que decir esto: la esencia olorífera de toda persona se halla detrás de las orejas. Allí está la identidad de la persona. Digamos que Ángel olía a una mezcla de fideos con manteca y cáscaras de naranjas, con un poco de olor a ropa nueva y, a veces, algo de vinagre leve, evaporado, o como debajo de la ventisca de un abanico.
También sus ojos negros, duros como piedras, inmóviles, húmedos y febriles, incrustados en una esfera amarillenta, ojos de hospicio, mirada de camastro de hierro, párpados ajados, pestañas efímeras, inútiles, ojeras amontonadas y rosadas, nariz carnosa, porcina, dientes pequeños que se perdían en la sombra negra de la boca. Cuando reía, se entregaba frenético, enloquecido, a una compulsión que le hacía temblar los hombros y abría mucho la boca, echando la cabeza hacia atrás. Si recuerdo con tanto detalle, es porque lo extraño mucho, a pesar de todo.
Lloraba porque existía. Era muy sutil para este mundo. ¿Cómo hacía para llorar durante tantas, pero tantas horas consecutivas?. Está bien un poco, pero... no sé de donde sacaba tanto dolor, desde dónde lo traía, cómo lo arrastraba, cómo lo procesaba internamente hasta excretarlo en lágrimas. Podría caer en el facilismo y adjudicarlo todo al simple hecho de que estaba divorciado con la humanidad. Yo era el último nexo entre él y el mundo. Fui su última y mejor carta. Pero no me convence la idea del tipo antisocial que llora, no, no era eso. Había algo más. Lloraba porque le dolía el alma, pensé algunas veces. Este pensamiento se ramificaba sin tregua, por eso me decidí a expresarme así como lo estoy haciendo. A mí también me pesa el alma, o eso parece. Una pesadumbre espiritual.
Yo me drogué con su persona, si es que se me permite decirlo de ese modo. Sus lágrimas ácidas en mi nariz... se deslizaban por mi faringe lentamente. Alucinaba, veía cosas que no eran mías. Me hundía en su información oculta. Lo vi niño. Era delgado y débil, no le gustaba que lo obligasen a comer. Yo buceaba en sus cosas, caminaba en su agenda, en su mesita de luz, en sus anotaciones bajo candado. Me apropié de todo aquello. Siempre volvía del viaje con las manos llenas y atesoraba las nuevas adquisiciones en una memoria que no admitía olvido alguno. Era implacable en el recuerdo.
Antes odiaba que llorase, después le provocaba el llanto a drede. El no sabía qué hacer conmigo: sin mí, no había nada más, ni mundo ni cielo. Yo representaba el todo y me situaba frente a él, prisionero, y le extirpaba la intimidad.
Hacíamos el amor todos los días. Lloraba al eyacular, pero esto no significa nada, lloraba también al bañarse, cuando defecaba, cuando comía y cuando atendía el teléfono. Cuando le dije que lo amaba, casi se me muere entre los brazos. Estuvo enfermo durante dos días enteros, delirando de fiebre y me decía – Raquel, quiero mudar de cuerpo, ayudáme – yo lo cuidaba sin ser maternal, con curiosidad. Lo miraba fijamente, buscando algo para mí. Hablaba solo. Dijo que me tenía miedo, mucho miedo y que deseaba que me muriera junto a él. También habló acerca de una oficina en la que solía trabajar antes de mí. Habló acerca de sus compañeros del trabajo. Entendí a medias esa parte, pero me pareció oír acerca de una posible relación homosexual. Después se curó y no habló más de estas cosas. Cuando se recuperó, me dijo que él también me amaba. Lo declaró con un torrente de lágrimas que inhalé con presteza.
A veces nos peleábamos. Eran peleas boludas: por el control del control remoto, por la frazada, por diferencias de gustos cinematográficos, en fin, salíamos muy poco.
Llevarlo de paseo representaba la mayor complicación: Se ponía nervioso con la gente. Salíamos en las horas más desérticas, por ejemplo los domingos a las cuatro de la mañana. Y aún así resultaba difícil, siempre pasaba algo que lo detonaba y debíamos volver a casa urgentemente. Una vez tuvo un ataque de nervios porque vio que una pareja se besó y luego se despidió.
¿Estaba loco?, no lo sé. Nunca quise pensar en eso. Puede ser, aunque esa idea me convence menos que la supuesta depresión social.
Nos conocimos en la oficina. Yo recargaba cartuchos para impresión, él reparaba impresoras. Pasábamos mucho tiempo juntos. Nos gustamos desde el vamos y no tardamos nada en hacer el amor en la hora del almuerzo, escondiéndonos en el depósito. Como en toda relación de mierda, el sexo era bueno.
Yo fui quien sugirió la solidificación de lo nuestro y nos mudamos juntos a esta casa – que me queda tan grande ahora, tan fea – Todavía era mi Dios en esa época, luego vino el llanto y su gordura. Abandonó el trabajo. Se encerró a trabajar sólo a través de internet, como traductor (sabía inglés a la perfección). Eso fue un error, pero ya está, no voy a ser tan hipócrita de lamentarme por lo que yo podría haber hecho para salvarlo de sí mismo, además, él quiso todo lo que le tocó – o prefiero creer que así fue -. Me metió los cuernos un par de veces; fue con mujeres más feas que yo. Volvía tan alterado de esos encuentros que yo misma debía consolarlo. Distinto era cuando la zorra era yo. A mis amantes también les inhalaba las lágrimas y conocí sus mundos propios. Pero nadie fue tan interesante, o estaba realmente enamorada de Ángel, puede ser, todo puede ser, ¿no?.
Los momentos en que me sentía entregada no eran, precisamente, cuando se tornaba romántico (su romanticismo, cabe aclarar, no tenía nada de poético). Me tomaba las manos, me miraba a los ojos sin pestañar y lloraba sin sonido. Eso significaba “te amo”. Así como el adolescente huevón aprende a hablar eructando, él aprendió a hablar llorando. Esto no me conmovía. Lo amaba cuando estaba callado y no notaba mi existencia, es decir, cuando me dejaba descansar un poco. Y de repente sentía tantas cosas que me asustaba y debía volver a provocarle el llanto para someterlo.
Una vez discutimos tanto que tuvimos que distanciarnos. Yo me mudé a la casa de una amiga. Fueron un par de meses en los que me entregué al recuerdo de sus defectos y malos actos. Por ejemplo, cuando me había negado su casa y su amor. Cuando él era inaccesible para mí. Tuve que soportar, en los primeros tiempos, el mandato de él como deidad. Recuerdo cada uno de sus iniciales rechazos. Éramos amantes sin progresión; nunca sabíamos si íbamos a volver a compartir la intimidad, jamás quedábamos en nada. Duró tan poco todo aquel proceso de seducción que la reserva no alcanzó para las épocas de escasez de cariño. A veces la relación se pudría como un churrasco expuesto al sol del mes de enero.
Esa vez había logrado enfriarme. Comencé a salir con alguien. Era un hombre sencillo, puesto que no lloraba horas y horas. Era malabarista y artesano, diez años menor que yo. El se había entregado a mí como el suicida a la muerte. Creo que él sabía, en su fuero interno, que lo destrozaría y seguramente era esa sensación de próxima fatalidad la que lo hacía pegar aún más su cuerpo al mío. No me dejaba respirar, me ahogaba. Comencé a sospechar que, así como yo me drogaba con lágrimas, él consumía mi aire. Sus largos besos me dejaban al borde del desmayo. Comprendí que no estaba sola, que no era la única y me alejé.
Volví junto a Ángel.
Me costó volver a acostumbrarme a nuestros rituales. Sus lágrimas tenían un sabor amargo. Fue difícil lograr el gusto ácido que era el que realmente me narcotizaba. Las lágrimas amargas me daban datos confusos: veía lo que soñaba. Imágenes discontinuas sin sentido. Yo no quería ver nada de eso, quería información concreta. Vi el llanto adentro del llanto, por mí. Nunca había visto, o alucinado, lo que sentía por mí. Sólo esa vez. Estaba escribiéndome una carta de la cual llegué a leer dos líneas: “Mi cuerpo se muere de frío sin tu piel de seda. Finalmente te convertiste en un vicio, un amor. Esto no tenía que pasar. Tengo miedo”.
Sabía que esto terminaría mal. Estábamos por el quinto año de nuestra relación. Se extinguían los diálogos, la intimidad era tan imperiosa que se devoraba a las palabras. Ahora me doy cuenta de que lo que vino después era previsible, pero en el momento, no sé, no podía pensar con claridad.
Y sus llantos disminuyeron un día. Yo me quedé como desnuda y minimizada en la palma de su mano. El cambió, se “desdeprimió”. Por primera vez recibimos visitas en casa. Se sociabilizó y yo me quedé al costado, detenida en el vano de una puerta imaginaria desde la cual todo se veía sin pronunciarse. Mi carácter se agrió.
Ángel adelgazó, volvió a ser un hombre atractivo. Me moría de celos. Se incrementaron sus salidas, sus otras mujeres. Ahora le era fiel, lloraba cada minuto de sus ausencias. Perdí el poder. Así, trastabillando, llegamos a nuestro sexto aniversario.
-Raquel, tengo que resolver ciertos asuntos que me obligan a alejarme de vos – no pudo mirarme a los ojos cuando me dijo esto – Hacé lo que quieras, no puedo evitar tu destino.
-Destino, ¿qué es eso?
-Quiero decir que vos sabés.
-Bueno, ya, sin tragedias, por favor.
-Dale, separémonos como dos cubitos de hielo, ¿te parece?
-Sin sarcasmos, sin dramatismos, sin nada.
-Entonces, ¿qué harías vos en mi lugar?
-Nada.
-¿Nada?
-El que nada no se ahoga.
-No te hagas el gracioso, que no es momento.
-No llores, Raquelita.- Y después de esta miserable conversación, preparó sus bolsos y se fue al carajo.

La noticia de su muerte, o mejor dicho, casamiento, me llegó mucho tiempo después, justo cuando estaba volviendo a enamorarme.


Dafne Mociulsky