jueves, 10 de junio de 2010

Un cuento que tiene 7 u 8 años de antigüedad

Acabo de corregirlo por milésima vez. Formó parte de mi segundo libro de cuentos "Trilogía", editado en el 2005, mi primer libro artesanal, tapa de cartón forrado en tela, encolado con engrudo y cocido a mano, eran lindos, pero en formato tabloide, súper incómodos, supongo que de los 300 que hice, ninguno o casi ninguno, entra parado en una biblioteca. En fin, si a alguien le importa, me gustaría recibir un comentario (tengo muchas dudas con mis cuerntos viejos) Ahí les va:

MI VIEJA NO LO ENTENDERÍA

Inhalarle las lágrimas. Eso fue lo que hice.
Le profesaba una especie de fanatismo. Inhalando lágrimas se pueden descubrir cosas muy interesantes. Pero no es nada del otro mundo, supongo que el bioquímico que pasa todo el día indagando en los deshechos humanos podría afirmar lo mismo.
Quiero decir que, en realidad, cometí algo parecido a un error. Cuando llego a esta conclusión, me confundo, puesto que me siento demasiado inocente para considerar semejante cosa, y no sé si acabo diciendo “error” por mera formalidad (apariencia de salud mental, digamos).
Cada uno, en el fondo, se entiende y se justifica, o quizás no, mas al menos se llega a una especie de acuerdo íntimo, una razón que hace que todo cierre como un círculo, una razón que no necesita la aprobación de nadie. Claro que uno necesita, invariablemente, amor, y eso hace que uno se traicione sin cesar... ¿y si la traición es el aislamiento en el que uno encuentra todas esas respuestas satisfactorias?, bueh, es todo tan relativo y particular que nada es nada, y lo digo con severas dudas.
Hay que ponerse de acuerdo y manifestar algo, ¿no?, sino, ¿para qué expresarse?. Hay algo que pugna por salir. Es una historia vulgar: una mujer y un hombre que nunca supieron si en verdad se amaron alguna vez. Pasaron seis años juntos, no consecutivos, no juntos, qué se yo. Esto me pasó a mí, así que mejor suprimo a la tercera persona. Debo hacerme cargo de todo lo que pasó.
Yo no soportaba que llorase, realmente odiaba aquel sonido chillón pero... siempre hay peros.
Inhalar lágrimas era sólo un pensamiento inasible, una utopía, la consumación total de la entrega de todo lo que siento. Era una idea vaga y vaporosa que se debatía en sueños de viajero despierto. Cuando pensaba en mí entrando por la puerta de mi vida, pateando mi propio tablero, se me venía al choque la imagen de ese inexplicable acto y se me llenaban los ojos de lágrimas, paradójicamente. Luego me sonreía para mis adentros. Me regocijaba la cursilería, la exageración. La idea me causó gracia, pero una gracia metafísica, hasta que me decidí a hacerlo: aún recuerdo la expresión de su rostro, sus ojos negros tan abiertos, el ceño fruncido, la boca nerviosa - ¿Qué hacés? me preguntó, sorprendido o asustado. Yo también me asusté, me contraje y un mutismo exasperante se apoderó de todos mis reflejos – Está bien, si para vos significa algo, no me molesta. Me parece raro, pero hacé, dale – y me entregué al consumo desenfrenado de esa droga. El lloraba. ¿Por qué lloraba tanto?, ¿acaso le dolía algo?, nunca lo supe con exactitud. Me acostumbré. Al principio se me helaba la piel, lloraba yo también, ponía a toda mi imaginación al servicio de lo que pudiera servirle de consuelo. Pero él lloraba a sus anchas, se expandía, se transformaba incansablemente en una lluvia proveniente del cerebro, no del corazón, y de eso estoy más o menos segura. El prozac no le servía para nada.
A veces pienso que tendría que haberlo llevado de paseo más seguido. Ahora es tarde para todo. Además, mi fanatismo decayó bastante. Es mejor que la estrella muera antes de extinguirse. Su fulgor duró poco, cuando hablo de aquella etapa en la que fue un Dios, me refiero a esos primeros meses que se imprimieron en mi memoria emocional (esa que no permite zafar). De no haber sido por esos meses, ¿qué sería yo ahora, en este momento?. Inútil pensar en ello.
No le fui enteramente fiel. Tampoco lo fue él conmigo. Menos mal, porque así descubrí mi verdadera naturaleza.
Soy, aparentemente, una buena persona. Tengo un efecto muy especial en la gente. Simplemente me gusta escuchar y dar consejos... ¿eso me convierte en una buena persona?. Yo no lo creo.
La desesperación había sido el motor de un montón de cosas. Me aferraba a una rama raquítica y caía; volvía a levantarme para tomarme de la misma rama. Quería creer. Podrán decir que estoy loca, pero juro que las lágrimas pegan, poseen una especie de alcaloide. Y pegan de determinada manera según la persona. El, obviamente, era mi mambo favorito. No sé si lo amaba.
En un principio me negó el amor, me negó su casa, su compañía; sin embargo aparecía tardíamente cuando yo me daba por vencida. De alguna manera me seguía sujetando. Podría decir que me salí con la mía: seis años juntos, aunque él de trofeo no tenía nada. Ángel era gordo, alto, peludo, rubio, blanco como teta de monja; tenía una cicatriz en la mejilla derecha, una quemadura. Antes de hablar de su olor, tengo que decir esto: la esencia olorífera de toda persona se halla detrás de las orejas. Allí está la identidad de la persona. Digamos que Ángel olía a una mezcla de fideos con manteca y cáscaras de naranjas, con un poco de olor a ropa nueva y, a veces, algo de vinagre leve, evaporado, o como debajo de la ventisca de un abanico.
También sus ojos negros, duros como piedras, inmóviles, húmedos y febriles, incrustados en una esfera amarillenta, ojos de hospicio, mirada de camastro de hierro, párpados ajados, pestañas efímeras, inútiles, ojeras amontonadas y rosadas, nariz carnosa, porcina, dientes pequeños que se perdían en la sombra negra de la boca. Cuando reía, se entregaba frenético, enloquecido, a una compulsión que le hacía temblar los hombros y abría mucho la boca, echando la cabeza hacia atrás. Si recuerdo con tanto detalle, es porque lo extraño mucho, a pesar de todo.
Lloraba porque existía. Era muy sutil para este mundo. ¿Cómo hacía para llorar durante tantas, pero tantas horas consecutivas?. Está bien un poco, pero... no sé de donde sacaba tanto dolor, desde dónde lo traía, cómo lo arrastraba, cómo lo procesaba internamente hasta excretarlo en lágrimas. Podría caer en el facilismo y adjudicarlo todo al simple hecho de que estaba divorciado con la humanidad. Yo era el último nexo entre él y el mundo. Fui su última y mejor carta. Pero no me convence la idea del tipo antisocial que llora, no, no era eso. Había algo más. Lloraba porque le dolía el alma, pensé algunas veces. Este pensamiento se ramificaba sin tregua, por eso me decidí a expresarme así como lo estoy haciendo. A mí también me pesa el alma, o eso parece. Una pesadumbre espiritual.
Yo me drogué con su persona, si es que se me permite decirlo de ese modo. Sus lágrimas ácidas en mi nariz... se deslizaban por mi faringe lentamente. Alucinaba, veía cosas que no eran mías. Me hundía en su información oculta. Lo vi niño. Era delgado y débil, no le gustaba que lo obligasen a comer. Yo buceaba en sus cosas, caminaba en su agenda, en su mesita de luz, en sus anotaciones bajo candado. Me apropié de todo aquello. Siempre volvía del viaje con las manos llenas y atesoraba las nuevas adquisiciones en una memoria que no admitía olvido alguno. Era implacable en el recuerdo.
Antes odiaba que llorase, después le provocaba el llanto a drede. El no sabía qué hacer conmigo: sin mí, no había nada más, ni mundo ni cielo. Yo representaba el todo y me situaba frente a él, prisionero, y le extirpaba la intimidad.
Hacíamos el amor todos los días. Lloraba al eyacular, pero esto no significa nada, lloraba también al bañarse, cuando defecaba, cuando comía y cuando atendía el teléfono. Cuando le dije que lo amaba, casi se me muere entre los brazos. Estuvo enfermo durante dos días enteros, delirando de fiebre y me decía – Raquel, quiero mudar de cuerpo, ayudáme – yo lo cuidaba sin ser maternal, con curiosidad. Lo miraba fijamente, buscando algo para mí. Hablaba solo. Dijo que me tenía miedo, mucho miedo y que deseaba que me muriera junto a él. También habló acerca de una oficina en la que solía trabajar antes de mí. Habló acerca de sus compañeros del trabajo. Entendí a medias esa parte, pero me pareció oír acerca de una posible relación homosexual. Después se curó y no habló más de estas cosas. Cuando se recuperó, me dijo que él también me amaba. Lo declaró con un torrente de lágrimas que inhalé con presteza.
A veces nos peleábamos. Eran peleas boludas: por el control del control remoto, por la frazada, por diferencias de gustos cinematográficos, en fin, salíamos muy poco.
Llevarlo de paseo representaba la mayor complicación: Se ponía nervioso con la gente. Salíamos en las horas más desérticas, por ejemplo los domingos a las cuatro de la mañana. Y aún así resultaba difícil, siempre pasaba algo que lo detonaba y debíamos volver a casa urgentemente. Una vez tuvo un ataque de nervios porque vio que una pareja se besó y luego se despidió.
¿Estaba loco?, no lo sé. Nunca quise pensar en eso. Puede ser, aunque esa idea me convence menos que la supuesta depresión social.
Nos conocimos en la oficina. Yo recargaba cartuchos para impresión, él reparaba impresoras. Pasábamos mucho tiempo juntos. Nos gustamos desde el vamos y no tardamos nada en hacer el amor en la hora del almuerzo, escondiéndonos en el depósito. Como en toda relación de mierda, el sexo era bueno.
Yo fui quien sugirió la solidificación de lo nuestro y nos mudamos juntos a esta casa – que me queda tan grande ahora, tan fea – Todavía era mi Dios en esa época, luego vino el llanto y su gordura. Abandonó el trabajo. Se encerró a trabajar sólo a través de internet, como traductor (sabía inglés a la perfección). Eso fue un error, pero ya está, no voy a ser tan hipócrita de lamentarme por lo que yo podría haber hecho para salvarlo de sí mismo, además, él quiso todo lo que le tocó – o prefiero creer que así fue -. Me metió los cuernos un par de veces; fue con mujeres más feas que yo. Volvía tan alterado de esos encuentros que yo misma debía consolarlo. Distinto era cuando la zorra era yo. A mis amantes también les inhalaba las lágrimas y conocí sus mundos propios. Pero nadie fue tan interesante, o estaba realmente enamorada de Ángel, puede ser, todo puede ser, ¿no?.
Los momentos en que me sentía entregada no eran, precisamente, cuando se tornaba romántico (su romanticismo, cabe aclarar, no tenía nada de poético). Me tomaba las manos, me miraba a los ojos sin pestañar y lloraba sin sonido. Eso significaba “te amo”. Así como el adolescente huevón aprende a hablar eructando, él aprendió a hablar llorando. Esto no me conmovía. Lo amaba cuando estaba callado y no notaba mi existencia, es decir, cuando me dejaba descansar un poco. Y de repente sentía tantas cosas que me asustaba y debía volver a provocarle el llanto para someterlo.
Una vez discutimos tanto que tuvimos que distanciarnos. Yo me mudé a la casa de una amiga. Fueron un par de meses en los que me entregué al recuerdo de sus defectos y malos actos. Por ejemplo, cuando me había negado su casa y su amor. Cuando él era inaccesible para mí. Tuve que soportar, en los primeros tiempos, el mandato de él como deidad. Recuerdo cada uno de sus iniciales rechazos. Éramos amantes sin progresión; nunca sabíamos si íbamos a volver a compartir la intimidad, jamás quedábamos en nada. Duró tan poco todo aquel proceso de seducción que la reserva no alcanzó para las épocas de escasez de cariño. A veces la relación se pudría como un churrasco expuesto al sol del mes de enero.
Esa vez había logrado enfriarme. Comencé a salir con alguien. Era un hombre sencillo, puesto que no lloraba horas y horas. Era malabarista y artesano, diez años menor que yo. El se había entregado a mí como el suicida a la muerte. Creo que él sabía, en su fuero interno, que lo destrozaría y seguramente era esa sensación de próxima fatalidad la que lo hacía pegar aún más su cuerpo al mío. No me dejaba respirar, me ahogaba. Comencé a sospechar que, así como yo me drogaba con lágrimas, él consumía mi aire. Sus largos besos me dejaban al borde del desmayo. Comprendí que no estaba sola, que no era la única y me alejé.
Volví junto a Ángel.
Me costó volver a acostumbrarme a nuestros rituales. Sus lágrimas tenían un sabor amargo. Fue difícil lograr el gusto ácido que era el que realmente me narcotizaba. Las lágrimas amargas me daban datos confusos: veía lo que soñaba. Imágenes discontinuas sin sentido. Yo no quería ver nada de eso, quería información concreta. Vi el llanto adentro del llanto, por mí. Nunca había visto, o alucinado, lo que sentía por mí. Sólo esa vez. Estaba escribiéndome una carta de la cual llegué a leer dos líneas: “Mi cuerpo se muere de frío sin tu piel de seda. Finalmente te convertiste en un vicio, un amor. Esto no tenía que pasar. Tengo miedo”.
Sabía que esto terminaría mal. Estábamos por el quinto año de nuestra relación. Se extinguían los diálogos, la intimidad era tan imperiosa que se devoraba a las palabras. Ahora me doy cuenta de que lo que vino después era previsible, pero en el momento, no sé, no podía pensar con claridad.
Y sus llantos disminuyeron un día. Yo me quedé como desnuda y minimizada en la palma de su mano. El cambió, se “desdeprimió”. Por primera vez recibimos visitas en casa. Se sociabilizó y yo me quedé al costado, detenida en el vano de una puerta imaginaria desde la cual todo se veía sin pronunciarse. Mi carácter se agrió.
Ángel adelgazó, volvió a ser un hombre atractivo. Me moría de celos. Se incrementaron sus salidas, sus otras mujeres. Ahora le era fiel, lloraba cada minuto de sus ausencias. Perdí el poder. Así, trastabillando, llegamos a nuestro sexto aniversario.
-Raquel, tengo que resolver ciertos asuntos que me obligan a alejarme de vos – no pudo mirarme a los ojos cuando me dijo esto – Hacé lo que quieras, no puedo evitar tu destino.
-Destino, ¿qué es eso?
-Quiero decir que vos sabés.
-Bueno, ya, sin tragedias, por favor.
-Dale, separémonos como dos cubitos de hielo, ¿te parece?
-Sin sarcasmos, sin dramatismos, sin nada.
-Entonces, ¿qué harías vos en mi lugar?
-Nada.
-¿Nada?
-El que nada no se ahoga.
-No te hagas el gracioso, que no es momento.
-No llores, Raquelita.- Y después de esta miserable conversación, preparó sus bolsos y se fue al carajo.

La noticia de su muerte, o mejor dicho, casamiento, me llegó mucho tiempo después, justo cuando estaba volviendo a enamorarme.


Dafne Mociulsky

9 comentarios:

Emiliano Pardavila dijo...

no creo ser muy calificado para opinar... pero no puedo decir más que ...Excelente... un gran texto...
estan bien logradas las imagenes... los sentires... es facil hacerse a las ideas y de las ideas a las imagenes..
salud y buena suerte

Anónimo dijo...

Che, emiliano, gracias por lo que me decís!, tenés un blog?, así compartimos cosas. Te agradezco especialmente porque es muy viejo, lo corregí mucho y la primera persona que lo vio sos vos!. Saludos, Dafne o la rusa

Emiliano Pardavila dijo...

si che tengo un blogs... http://edicionesevaristo.blogspot.com/
cuando quieras pegate una vuelta...

Emiliano Pardavila dijo...

Pd: nos conocimos... o eso creo... en lo de tito (nohayverguenza)... fue una especie de hola y chau... o quizás me confundo

Julia dijo...

Hola Dafne, recibi el mail para leer este cuento. No nos conocemos, creo. Pero leerlo me dio unas fuertes ganas de llorar, ja, paradójico, no? Sobre todo porque con las exageraciones estás poniendo de manifiesto un tipo de relación y hasta estás diciendo que en la enfermedad de querer tener el poder, está la salud.
Después, si queres, te mando un mail y profundizo un poco más en la cuestión literaria. Pero la verdad que me gustó por freak, por esa necesidad de seguir leyendo.
Un beso y mucha suerte!

Pablo Distinto dijo...

Esta bueno, dale para delante no más!

Saludos



Pablo Terrible

NaNa dijo...

Mencantó. Después te mando mail.
Salud!!!

Anónimo dijo...

me encantó y emocionó.
Sole

guillermo dijo...

Dafne, te compré tu libro Martín descoronado y aluciné! Ahora estoy bucenado en tu blog, y....que decirte, me matas! No soy experto ni nada parecido, pero te felicito y tus palabras me llegan hasta lugares insospechados. Mas felicitaciones!