martes, 22 de junio de 2010

Y dale, otro cuento más.

Pelela
(un sueño que soñé hace 17 años)

Le decían Pelela y no le molestaba que lo llamaran así: el apodo le había quedado adherido desde el jardín de infantes por su corte de pelo y no hizo ningún esfuerzo por despegárselo.
Su padre había muerto, su madre era vidente y trabajaba haciendo lectura de manos y tirando las cartas del Tarot; su hermana tenía algo raro en la cara: un cachete más grande que otro y, a sus dieciocho años, seguía cursando el primer año de la secundaria, detalle importantísimo ya que Lorena se encargaba, por decisión unánime, de comprar el escabio para todo el curso cuando la situación lo ameritaba.
Pelela tenía quince años, aparentaba más edad debido a su altura. Pelela era lindo, se parecía a Blancanieves y tenía buena onda. No tenía novia y, seguramente, en el colegio habría más de una enamorada solapada que lo tendría en cuenta para tal fin.
Las amistades que se daban en ese colegio estatal, poco tenían que ver con las clases sociales, sino más bien estaban condicionadas por a quiénes los dejaban salir sus padres los fines de semana, quiénes gustaban de emborracharse, quiénes asumían estar en edad de merecer, o cuáles fumaban porro y/o tenían línea para conseguirlo.
Pelela, que se llevaba bien con casi todos, pertenecía más a la joda que al estudio, si bien no era tan vago como su hermana.
¿Qué será de la vida de Pelela ahora? ¿Tendrá auto, hijos, mujer? ¿Habrá seguido una carrera y la habrá terminado? ¿Pasará hambre? No me lo imagino preso, ni muerto ni enfermo. No se lo merece.
No recuerdo cómo se llamaba Pelela, pero no importa.
Pelela no era mujeriego, no aún. Igualmente, digamos que tenía cierto suceso. Le costaba encarar, por suerte no le hacía falta: sabía reconocer el momento del beso.
La primera vez que encaró fue en aquél año al que nos estamos refiriendo: 1993. Fue en esa plaza sita entre Callao, Paraguay, Rodríguez Peña y Marcelo T. de Alvear. Se dice que aproximadamente unos diez años atrás (1983 quizás) en esa misma plaza amaneció Luca Prodan, después del primer Obras de Sumo, comiendo un sándwich de mortadela.
Pelela, sin ser cheto, vivía en Recoleta y esa plaza formaba parte de su camino al colegio. Un mediodía parcialmente nublado y semi-primaveral, pasaba con paso presto por allí, estaba llegando tarde y una chica muy bonita llamó su atención, no tanto por lo linda, sino porque estaba escribiendo con fruición en un cuaderno y, a juzgar por su expresión, seguro que era poesía, dedujo Pelela.
En la casa de Pelela abundaban los libros de poesía; él no les daba mucha importancia pero como su madre los olvidaba sobre el bidet, cuando llegaba su turno de excretar leía un poco. Se rió para sus adentros pensando en su relación de la poesía con la caca, mientras sus piernas lo iban llevando hacia la apasionada escribiente.
Se detuvo cerca, muy cerca de ella, sin saber muy bien qué hacer, porque le pareció que no daba para pegar la media vuelta y desaparecer de su vida sin haber aparecido. Ella ni había notado su presencia, tal era la pasión del supuesto poema que estaba tatuándole al cuaderno.
Algunos hombres, por lo general, suelen ser poco observadores respecto a ciertas cosas de las mujeres. Este no era el caso de Pelela, que en una mirada más cercana supo con certeza que la apasionada escribiente estaba teñida de colorada y que sus ojos profundamente azules eran lentes de contacto. Lo sabía de tanto convivir con su madre y su hermana. De repente se dio cuenta que hacía más de dos minutos que estaba parado frente a ella, esto no podía seguir así, además, sin querer, la estaba privando de la luz del sol -¿Escribís poesía?- dijo sin pensar, sin sentir, como si lo hubiera dicho otro –Si me das un minuto, te lo leo… mientras tanto, ¿podrías correrte un poco?, me estás tapando el sol- Pelela, compungido y boludo, se sentó junto a ella y, como su mente le molestaba tanto como sus manos, sacó de su mochila una hoja de carpeta y se puso a dibujar un algo. Era obvio, a esta altura de las circunstancias, que no iría al colegio. No estaba nervioso porque estaba dibujando, hasta que ella habló: -¿Querés que te lo lea?
-¡Dale!
-Bueno… ahí va: “El día del amor puede ser cualquier día/ y es muy probable/ que estés sin depilarte, o indispuesta/ deprimida, o que vengas sobreviviendo a duras penas/ a tres noches de insomnio./ O que no te des cuenta/ y lo dejes pasar…/ Pero si esto último pasa, es decir:/ si no pasa lo que tiene que pasar,/es cuando se dan esas maldiciones/ que no se sabe de dónde vienen…” y no sé, no se me ocurre cómo seguir, si es que puede o debe seguir. ¿Te gusta la poesía? – Pelela se sintió tentado, porque le hubiera gustado contestar “Sí, cuando cago” pero a cambio de eso asintió con la cabeza y le mostró su dibujo -¡Ay, qué lindo!, ojalá yo supiera dibujar, así no seguiría insistiendo con la poesía. Ni siquiera sé para qué te lo leí, ¡si es una mierda!
-A mí me pareció divertido.
-Bueno, ¡gracias!, ¿cómo es tu nombre?
(¡Ufa!, no recuerdo cómo se llamaba Pelela, llamémoslo “Pablo”)
-Pablo, ¿vos?
-Nerina.
-¿Nerina?, mirá qué lindo nombre, nunca lo había escuchado. ¿Sos de por acá?
-Más o menos, me mudé hace poco. Pablo, ¡un gustazo!, tengo que irme.
-¡Pará!, no lo tomes a mal, pero, ¿te puedo acompañar?, me ratié del colegio por tu poema, y por vos, claro…
Nerina se encogió de hombros y se echó a andar, Pelela se fue junto a ella. Poco le importó ser pesado o importuno, le gustaba esa chica, le gustaba todo de ella excepto su cuello, que era muy grueso en relación al resto de su constitución física. Ella tendría unos dieciocho años y, justo cuando Pelela estaba pensando en qué edad le diría que tendría, ella reanudó la charla
-Che, mirá que son como veinte cuadras, ¿me pensás acompañar?
-Y dale.
-Está bien, no me molesta- aseguró y comenzó a reírse
-¿De qué te reís?
-Y… de que por suerte no sos un pajero que me quiere transar y esas cosas raras.
A medida que esas risas aumentaban, crecía el enojo de Pelela y la inseguridad también, ¿era el momento del beso?
-¡Che!, ¿te enojaste?
-Fue un gusto conocerte, me voy.
¡¡Este es el momento!!, no del beso, sino ese puto momento en el que uno pudo haber desistido, ese que se recuerda después de la ruptura y el dolor, con remordimiento e ira. O, en caso de éxito de la pareja, algo que se recuerda de manera compartida como una suerte de milagro. Es el mismo hilo el que cose al amor y el desamor. Perdón, necesitaba decir eso. Sigo:
--¡Pará, loco!, no te vayas…
-Entonces te acompaño, todo bien, pero si me das un beso- ¡Ay, Pelela!, si en ese instante hubiera acudido a vos un enviado del futuro te hubiera dicho “¡No, Pelela, no te enrosques ahí!” O “Mirá que te va a doler, fijáte.”
Pero claro, nadie te salva de vos mismo, ni a vos ni a nadie.
Tengamos en cuenta que en esta época no existía el facebook ni el Messenger y que los celulares estaban hechos de ladrillo y no cualquiera poseía uno y, además, dar el número de teléfono era medio complicado si aún vivías con tus padres, así que no se pudo dejar para después y tuvieron que besarse.
La acompañó hasta su casa. Iban tomados de la mano, conociéndose: él era de Leo, ella de Aries. A él le gustaban los Redondos, a ella también. Ambos eran hinchas de River y no sabían cocinar. A mitad de camino, compartieron una pequeña tuca.
Pelela no era virgen, había dejado de serlo en ese mismo año en un puterío y después lo hizo dos veces más con una amiga. Esa era toda su experiencia y todavía no se había enamorado.
Cuando llegaron a la casa de Nerina, que era una pensión ubicada en una de esas calles internas y arboladas de Palermo, ella se puso esquiva -¿No me das tu teléfono, así nos vemos otro día?
-Yo no puedo, dame el tuyo- y, en la misma hoja del dibujo, Pelela le anotó su número con tristeza, dudaba que ella lo llamaría al día siguiente, pero así fue y se encontraron a la salida del colegio. Nerina podría haber sido una adquisición para fanfarronear de no haber sido por ese cuello equino y la evidente artificialidad de su pelo y sus ojos. Tenía buen gusto para vestirse y perfumarse. Pelela también estaba producido y ruborizado. Partieron juntos, siendo vistos por toda la concurrencia del colegio.
Nerina tenía poco tiempo para estar con él porque ella asistía a la escuela nocturna. Blanquearon el tema de la edad en esa primera cita: Nerina: 22 – Pablo: 15.
-No me importa, me gustás igual, pendejo- le dijo ella, besándole la cara aún colorada.
Así transcurrieron unas semanas, hasta que la calentura no daba para más y el tema del sexo se asomaba por todos los rincones de sus citas. El estaba contento, especulaba que con los siete años que ella le llevaba sería una amante maravillosa.
Además de caliente, Pelela estaba perfectamente enamorado.
Pero antes del acto sexual pasaron otras cosas. Pelela llevó a Nerina a su casa, a cenar junto a su madre y hermana. Fue una velada de lo más tensa y antipática. No aprobaron a Nerina y tampoco le quisieron decir por qué -¿No te das cuenta?- le preguntaba su madre al día siguiente y él no la entendía o ni la quería entender.
Sus compañeros de curso eran tan ingenuos como él y la mayoría no se daba cuenta. Algunos sí, pero no le dijeron nada.
Y Pelela no daba más, después de un mes entero se puso más insistente, intimidante, intransigente en su decisión y ella comprendió que no era posible postergarlo más.
Nerina vivía sola en su habitación y, con muchos escrúpulos (no quería que nadie los viera juntos) lo llevó hasta donde reposaba su existencia.
La pieza de Nerina era pequeñísima, aunque plagada de comodidades. En la heladera estaba pegado con cinta scotch un mapa de la Provincia de Salta –Neri, ¿por qué pegaste este mapa en la heladera?
-Porque soy de Salta Capital, perdí el acento porque hace mucho que me vine a vivir a Buenos Aires.
-Claro… hablamos de un montón de cosas pero no mucho de tu familia.
-Dejá, que con estos miles de kilómetros de distancia nos llevamos bárbaro.
Nerina activó su gigante y aparatoso equipo de música, obviamente con Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y, con mucha pericia, armó un elegante porro.
Después de fumar, Pelela se tornó muy cachondo y atrevido; Nerina se dejaba desnudar tranquila, incluso mantuvo la calma cuando llegó el momento de bajarse la bombacha y dejarse descubrir el pene, ante el asombro de Pelela –Pablo, ¿qué te pasa? ¿No te habías dado cuenta que soy un hombre? ¡Que no es obvio! ¿Me estás cargando?
-No, no era obvio para mí… ¡y el poema que me leíste el día que te conocí es tan femenino!
-Y bueno, loco, yo siento como mujer, ¿qué querés que haga?
Pelela estaba shokeado, no sabía qué decirle. Su discusión consigo mismo habrá durado menos de dos segundos.
-Mirá, Pablo, tenés dos opciones: te podés ir por esa puerta y no nos vemos más. Me olvido de todo y no se lo cuento a nadie. Yo soy una persona discreta y no me voy a aparecer de sorpresa a la salida de tu colegio para mendigarte un poco de amor.
O podés quedarte. Si te quedás, yo te voy a hacer el amor como sólo yo sé hacerlo en todo el mundo, ¡en serio!. Yo sé algo del cuerpo que nadie sabe, de verdad, nadie más que yo.
Entonces Pelela, que de todos modos ya había decidido quedarse, terminó de sacarse la ropa con la cariñosa ayuda de Nerina.
Lo único que ocupaba la mente de Pelela ahora era la letra del tema de los Redondos que estaban escuchando (Toxi-Taxi, ponéle). Sentíase dividido de su cuerpo y Nerina le chupaba la pija y él canturreaba despacio. Cada tanto Nerina se quitaba el pene de la boca y le presionaba la uretra con el dedo índice –Pelela cantaba- Nerina le escupió con buena puntería en el centro de la uretra y, sin preguntar nada, sin morarlo a los ojos siquiera, le insertó el dedo meñique en la uretra –Pelela cantó más fuerte- como no hubo quejas, retiró el dedo meñique y le insertó el índice –Pelela cerraba los ojos y contenía la respiración, con el pene erecto- y como había terminado la canción y empezó otra y las únicas palabras que rebotaban en el aire de la pieza eran las del indio Solari desde el equipo de música, Nerina, que también tenía el pene erecto y durísimo, puesto que, sin ninguna intervención de Pelela se estuvo masturbando, se posó sobre Pelela, le tomó el pene y, mirándolo a los ojos con mucho amor, le insertó el pene dentro del pene a través de la uretra previamente dilatada. Y Pelela dejó de cantar y se dedicó a sentir. Le resultó increíble que aquello no le doliera tanto como hubiera debido. Más que placer sintió amor, mucho amor, de la misma composición energética que Nerina. Recién entonces Pelela le acarició la cara y le dijo cosas lindas mientras imaginaba un futuro junto a ella. Le importó un carajo su madre, la sociedad y la humanidad entera. Nerina retiró su pene del pene de su amado y le hizo beber su semen, tan lleno de amor como toda ella.
En algún lugar de mi imaginación, Pelela todavía llora ese desencuentro, porque esa fue la última vez que se vieron. Ese amor, puede realizarse una sola vez en la vida. Nerina ya lo sabía, Pelela, no.

Dafne Mociulsky

3 comentarios:

NaNa dijo...

Lombriz devora hueso... Muy impactante a decir verdad, pero no por ello chocante ni mucho menos. No sé sisentiende.
Salú!!

Emiliano Pardavila dijo...

esta bueno... me gusto...tiene esa fluidez que logras en tus texto y esa originalidad de no caer en los estereotipos pelotudos.
salud y buena suerte
te dejo un correo por si te interesa
evaristo_78@yahoo.com.ar

IVOCARRION dijo...

Neruda Post-modernista + Hentai Japones.