miércoles, 29 de octubre de 2008

La concha de tu madre

Las vaginas son feas. Las mujeres son hermosas, y los hombres son más feos que ellas (o nosotras). La mujer es más linda, verdad irrefutable; pero la vagina es fea, muy fea, y no hay vuelta que darle, no me importa qué argumento pueda darme una lesbiana – no digo un hombre, porque él no tiene que padecerla -. En cambio el pene es bello, es simpático. El pene da la cara, se muestra tal cual es, no tiene nada que esconder, no tiene de qué acomplejarse, no puede mentir ni lo desea... En cambio la vagina esconde sus secretos, mira hacia adentro, se arruga y se repliega dentro de “su” mundo. Quizás lo hace porque sabe que es fea.
La vagina es antipática, lúgubre, sucia. El pene es gracioso, se endurece y escupe, se expresa claramente, ¡qué buen juguete!. La vagina se enchastra a sí misma con sus propios orgasmos, se enreda, se retuerce y eso no es claro, ni gracioso. No es que tenga razón, hablo por mi experiencia (funesta). Si odio a la vagina, es porque tengo mis motivos.

“Aquella tarde debía ser gloriosa, o glorificarse con el buen sexo de una reconciliación. Un año entero sin vernos. Un año para cicatrizar y nada más, aparte de llorar y pensar. Me había mantenido célibe durante aquel año. Una parte de mí deseaba sepultarlo en el más cruento y rencoroso de los olvidos, pero mi otra parte, la más sensata, sabía y quería que volviésemos a estar juntos.
Nos encontramos en ese mismo bar de siempre, de antes, de cuando éramos felices. Yo estaba a la defensiva, no debía permitir que me insultase, demostrarle que ya no era la misma chica bajautoestimada; Me sentí lista para merecerlo de una vez por todas.
El, por su parte, había jurado empequeñecerse, humanizarse. Recién aquel día creí en él, cuando me llamó por teléfono para que nos encontrásemos. Y no me equivoqué, en su discurso se notaba que se había estado puliendo a sí mismo.
Luego llegó mi turno: me insultó y lo insulté, me atacó y me defendí – No soy ni fea, ni tonta, ni puta – le dije, henchida de orgullo y autosuperación.
No hacía falta decirlo: estábamos juntos otra vez. No había que afirmarlo, había que hacer el amor para que quedasen las cosas en su lugar y no se movieran nunca más, pese a los vientos o tormentas venideras.
Si bien tanto él como yo vivíamos cada uno en su hogar unipersonal, fuimos a un albergue transitorio, es más romántico y apropiado para una reconciliación, supuestamente, definitiva.
Me sentí excitada desde el primer beso, claro, después de un año de nada una está un tanto susceptible. El se sentó en la cama, y yo me senté sobre él. En ese instante percibí una pequeña molestia en el clítoris – No debí ponerme este jean tan ajustado – pensé, ya que alguna que otra vez me había raspado. Nos besamos, y comencé a moverme instintivamente y la molestia se intensificaba. Me puse de pie, me quité el maldito jean y, después de dirigirle una mirada de lo más libidinosa, me dirigí hacia el baño para entenderme con “Juanita” (así se llama mi vagina). Juanita estaba irritada... se me habían inflamado los labios vaginales y el clítoris, escapándose de la ranura, por así decirlo. Pasé un dedo por cada parte del desastre, para ver si mi sentido del tacto podía sacar alguna conclusión. Ya no me dolía ni me molestaba, supuse que la pobre necesitaba respirar un poco y que nunca jamás me pondría un pantalón tan ajustado. De todos modos estaba excitada, húmeda, febril, y no tenía ganas de no hacer el amor.
Volví junto a él, que ya se había desnudado. Volvimos a reconocernos, recorrernos, probar nuestros sabores - ¿Qué le pasó a Juanita?
- Ese jean malo la lastimó, no te desconcentres – y continuó con su tarea. La penetración me resultó dolorosa – Y... esperé tanto que casi se me reconstruye el himen – pensé, pero el dolor no cesaba, ya era obvio: me dolía el clítoris, no debía rozarse con nada, debía estar a la intemperie y tranquilo. Pero no dije nada, soporté. Lo hice por él, que se veía tan hermoso sobre mí, o debajo de mí, o detrás de mí. Soporté su belleza con dolor.
Vestirme y volver a casa vestida, fue un suplicio. Ni bien atravesé la puerta de mi departamento me desnudé con tanta urgencia como si mi ropa quemara. Juanita, en tan sólo una hora, había duplicado su tamaño: ahora los labios colgaban como guirnaldas de carne roja y el clítoris parecía la nariz de un ebrio.
Me fui a dormir, ¡qué otra cosa podía hacer a las dos y media de la madrugada de un martes!, decidí que a la mañana siguiente iría a una guardia ginecológica.
A la mañana desperté con una extraña comezón, venía directamente desde el punto G. Me rascaba y me estimulaba al mismo tiempo. Primero se asustó la yema de mi dedo, luego mi mente y la orden de terror se expandió hacia todas las células de mi cuerpo, provocando que se me erizaran los pelos a la vez que gritaba... mi aparato genital había crecido hasta las rodillas.
No hubo tiempo que perder, me puse una pollera de bambula larga hasta los tobillos y me fui al hospital. La espera fue tortuosa, no podía tomar asiento.
La ginecóloga no dijo ni mu, dijo – m´h. Umm, sss, ahá – ruidos de médicos observando. Yo esperaba con una expresión de cordero a punto de ser sacrificado - ¿Qué tengo?
- Nada grave, es una inflamación vaginal – yo hubiera querido decirle – ¡No me digas, hija de puta!, si no me lo decías no me daba cuenta – pero no dije nada - ¿Es usted alérgica a algo?
- No – contesté con seguridad, aunque en el fondo lo dudaba, podía tener cualquier alergia o patología desconocida – No que yo sepa – agregué. Ella me preguntó si estaba tomando algún antibiótico – No – contesté, y luego, en un tono más confidencial, preguntó - ¿Consumís drogas?
- ¿La droga te hace esto?, guau, qué loco, pero en realidad no, nunca me drogué – afirmé con los dedos cruzados detrás de la espalda y ella volvió a emitir onomatopeyas – m´h, sss, ahá – volvió a observarme y tocarme - ¿Duele?
- No.
- ¿Pica?
- No.
- ¿Arde?
- No.
- ¿Ni siquiera cuando orina?
-Mmmmm, No. – Entonces me recetó unos óvulos – Si con estos óvulos no mejora, vuelva a verme.-
Hubiera querido correr hasta la farmacia, pero tenía que caminar muy despacio, porque me raspaba los labios con las piernas al caminar. Tuve que mimetizarme con un pingüino.
Realicé el tratamiento, pero no me hizo ningún efecto: al tercer día mi vagina descendió hasta los tobillos, y no conforme con eso, comenzó a inflamarse... Por suerte soy diseñadora de páginas web y trabajo en casa. Ya no podía cerrar las piernas de ninguna manera, éstas estaban separadas por una distancia de treinta y dos centímetros que, al cuarto día, fueron cuarenta centímetros. Ese día vino él, tuvo el mal gusto de caer de sorpresa. Me costó mucho esfuerzo levantarme de la cama para abrirle la puerta (imagínense que con semejante monstruo entre las piernas estaba discapacitada y sólo podía estar recostada y trabajar con la notebock) - ¿Por qué no me llamaste más? – preguntó inmediatamente, pero al verme preguntó con cara de espanto - ¿Por qué caminás así? – y no supe qué decirle - ¿Qué escondés ahí? – preguntó con picardía – A ver, que tiene la nena para mí, a ver – se acercaba y yo me alejaba. No sabía si reír o llorar o hablar – Lorena, ¿qué pasa?
- Mauro, preparáte – le dije, y apretando bien las muelas me levanté la pollera y le mostré la actualidad de Juanita - ¿Qué te pasó?, ¡vamos ya a un hospital!
- Ya fui. Mañana voy de nuevo, tengo que terminar un trabajo, vienen a retirarlo a las seis de la tarde.
- ¿Sos loca o pelotuda?, no podés atender a nadie así
- Uh... cierto, no había pensado en ello.- Y me llevó al hospital envuelta en una sábana y a upa, de otro modo no podía ser. Me volvió a atender la misma ginecóloga, su expresión se alteró un poco al verme así, pero yo esperaba un grito, un “¡Oh, Dios mío, nunca vi algo semejante!”. Me revisó en silencio y luego me recetó otros óvulos, una pomada y un antibiótico – Es un caso de candidiasis extrema, no se preocupe, tiene un ciclo evolutivo. Siguiendo el tratamiento se le pasará en tres o cuatro días. Pida un turno para la semana que viene.- Y eso fue todo. Mauro volvió a cubrirme con la sábana y me llevó a casa en sus brazos. El pobre llegó agotado. Luego se retiró para comprar todo lo que la doctora me había recetado. En cuanto me quedé sola, observé a Juanita detenidamente; había sentido algo extraño cuando Mauro me traía en sus brazos: Juanita había crecido nuevamente, ya no podría apoyar los pies sobre la tierra, pero lo que me resultó preocupante no fue su incremento, sino que podía crecer sin esperar a que yo durmiese. Lo hacía delante de mí y permitía que percibiera el proceso de su inmunda extensión – Es un ciclo evolutivo, como la varicela. El tratamiento ayudará, hay que tener paciencia y hacer reposo – pensé, puesto que algo tenía que pensar. Digamos que realicé el tratamiento al pie de la letra, es totalmente cierto. Mauro ya no podía venir a casa, ni él ni nadie podía hacerlo: no podía abrir la puerta, pero esa es otra historia.
Vivo en un departamento de un ambiente y, a Dios gracias, tengo pocos muebles, sino el dolor hubiera sido insoportable. Aprendí a alegrarme por las nimiedades, a disfrutar de momentos sencillos y profundos, aprendí a amar a mi soledad. Mi mamá siempre me decía que mi optimismo es mi idiotez disfrazada. Es probable que tenga razón ella, no obstante lo tomo como de quien viene. A mí todo me resbala, nada me hace perder la calma. Mi calma es un cuadro bello y armonioso. Si quiero ser feliz, no existe la manera en que no pueda serlo.
Lo comprendí aquella mañana. Al despertar me sorprendió un paisaje rojizo. Sólo veía carne y más carne. El hedor me violaba las fosas nasales: Juanita se había apoderado de la mitad del departamento. Fue muy difícil orinar. No quiero contar cómo lo hice, usen la imaginación. Reí, la escena fue tan grotesca que no me quedó más remedio que reír y pensar – Una vida es una vida. Vivir sólo cuesta vida. Si yo tengo muchas ganas de reír, si yo encuentro la ocasión y no hay oposición, no me quedo con las ganas de reír – y me emocioné hasta las lágrimas. Comprendí lo que es la comunión con aquello. Encontré la respuesta: la solución a todos los problemas consiste en no hacerse cargo de ellos y actuar como si nada pasara. Jamás dejé de verle el lado positivo. Al día siguiente sucedió el extremo mismo del extremo, esto existe y puede suceder, lo juro: comencé a elevarme sobre mí misma, Juanita crecía y yo ya estaba montada sobre ella. Por suerte pude tomar mi notebock para seguir escribiendo - ¿ven lo que es la felicidad? – El roce contra el piso y las paredes y los pocos muebles me causaban una sensación de placer y dolor.
Esto sucedió en la mañana. Al mediodía tuve hambre, decidí soportarlo, en algún momento debía descender, consideré que fui buena, que toleré el karma con excelencia y merecía volver a la normalidad. Entonces, con la conciencia muy tranquila, me crucé de brazos y esperé el descenso. Sin embargo, por la noche, Juanita volvió a crecer hasta presionarme contra el techo y esto destruyó a mi buen humor: Tenía hambre, sed y ganas de cagar. El sueño había terminado, estaba montada sobre mi propia vagina, casi aplastada contra el techo, era posible que muriera a causa de ello y ésta era la verdadera realidad. Mauro vino, grité, le expliqué en qué estado me encontraba - ¿Qué hago? – me preguntó y no supe qué decirle. Fue a buscar ayuda. Como tardaba tanto, me desesperé, tenía una desenfrenada necesidad de abrir la puerta, estaba al borde de un ataque de claustrofobia. Me esforcé y comprendí que debía lograr que Juanita girase. Salté hacia delante, los avances eran lentos y sofocantes, pero estaba girando. Continué. Cuanto más me acercaba a la puerta, también me acercaba al clítoris – que estaba enfrentado con la puerta – finalmente, agotada y triunfal, logré que mi mano alcanzara al picaporte. En ese momento el discernimiento me abandonó y me convertí en un animal irracional: comencé a intentar abrir la puerta, ésta sólo podía abrirse unos pocos centímetros y cada vez que lo hacía, me estimulaba, ¿se entiende?, de repente me di cuenta de que me estaba masturbando con la puerta y eso hizo que me olvidara por un rato de todo, de la claustrofobia, el hambre y demás – Siempre la felicidad, el enfoque positivo – de todos modos, tenía su coherencia el acto: si lograba que la puerta se quedara trabada en algún pliegue de mi carne con una abertura de cinco centímetros, podría comer, así que seguí masturbándome para salvarme, para seguir viviendo una vida que valiera la pena. No podía parar, ya estaba en marcha. Seguí tirando de la manija como loca hasta que, lógicamente, llegué al orgasmo. Fue un orgasmo gigante, la cantidad de fluido que salió de mí... no, es muy desagradable e inenarrable, además, no aporta nada interesante en lo que a esta historia concierne. Sólo una anécdota graciosa: cuando Mauro llegó con los bomberos, se resbalaron todos, bueno, ya está, ya lo dije. Y sucedió algo más insólito aún: Juanita comenzó a encogerse inmediatamente... allí empezó la verdadera pesadilla: la vuelta a la normalidad era aterradoramente dolorosa. Tardé un mes en recuperarme. Durante aquel mes odié a todo. Despotriqué contra Dios, contra la humanidad, contra los animales y las plantas.
Odio a mi vagina, ya no tiene nombre, no se lo merece. Odio a la vagina, es fea, es cruel. Estos son mis motivos.”
Después de esta experiencia, Mauro volvió a ser el mismo hijo de puta. El impacto fue demasiado y ya no quiso estar conmigo nunca más.
De ahora en adelante... no sé, no entiendo nada, quiero ser imponente y no me sale. No hay nada más que decir.

Dafne Mociulsky

4 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajajaa que dificil es ser mujer! el pene nunca sufre de esa manera, lo unico es que se para cuando nadie se lo espera xD!!!

rey larva dijo...

que lo parió, tenés razón no te compliqués, los hombres solo nos hacemos cargo en esos casos nada más.

Pablo Distinto dijo...

Excelente Excelente Excelente Excelente Excelente Excelente Excelente Excelente Excelente


Un relato terrible, y encima crecia como la aungustia y el placer.

Saludos.


Paso:

Pablo

Anónimo dijo...

jua!

que bien lo haces dafne.
no habia venido nunca poer no pienso dejar de volver.